....................................................................................................................................................... Pero la energía de Tom duró poco. Comenzó a pensar en todas las diversiones que había planeado para aquel día, y sus
penas se multiplicaron. Pronto aparecerían los chicos en su
día de asueto, camino de toda clase de maravillosas excursiones,
y se reirían de él por tener que trabajar. De sólo pensarlo,
le hervía la sangre. Sacó sus tesoros y los examinó: restos
de juguetes, canicas y objetos diversos; quizá fueran suficientes
para conseguir un intercambio de tareas, pero no lo bastante
como para canjearlos por media hora de completa
libertad. Volvió a colocar sus escasas pertenencias en el bolsillo
y se quitó de la cabeza la idea de sobornar a los otros chicos.
De pronto, una repentina inspiración vino a iluminar
aquel momento de desesperanza y oscuridad. Ni más ni menos
que una gran inspiración, una inspiración magnífica. Cogió
la brocha y se puso a trabajar tranquilamente.
Instantes después apareció Ben Rogers, precisamente el
chico cuyas burlas más temía Tom. Avanzaba a saltos, zancadas
y botes, prueba de que tenía alegre el corazón y hermosas
perspectivas. Iba comiendo una manzana y, de vez en
cuando, lanzaba un prolongado y melodioso alarido, seguido
de un grave «tilín, tilín, tilón, tilín, tilín, tilón», porque estaba
imitando un barco de vapor. Al acercarse, aminoró la
marcha, enfiló hacia el centro de la calle, se inclinó hacia estribor
y dio vuelta a la esquina pesadamente y con gran solemnidad:
estaba representando al Gran Misuri y consideraba
que tenía nueve pies de calado. Era a la vez barco, capitán y
campanas, con lo que tenía que imaginarse de pie, en el puente,
dando órdenes y, al instante, en el lugar adecuado, ejecutándolas.
–¡Alto ahí, maestro! ¡Tilín, tilín, tilín!
La nave casi se había detenido y estaba atracando lentamente
en la acera.
–¡Marcha atrás! ¡Tilín, tilín, tilín! Estiró los brazos y los puso rígidos a ambos lados del cuerpo.
–¡Inclinen a estribor! ¡Tilín, tilín, tilín! ¡Chu, chu, chu!
Y con el brazo derecho describía círculos majestuosos porque
representaba una rueda de cuarenta pies.
–¡Marcha atrás a babor! ¡Tilín, tilín, tilín! ¡Chu, chu, chu!
El brazo derecho comenzó a describir círculos.
–¡Alto a estribor! ¡Tilín, tilín, tilín! ¡Alto a babor! ¡Adelante
a estribor! ¡Alto! ¡Giren lentamente! ¡Tilín, tilín, tilín! ¡Chu,
chu, chu! ¡Preparen la amarra! ¿Eh, qué pasa ahí? ¿Cómo vamos
por aquí? ¡Atadlo a ese palo! ¡Acercaos al muelle, ahora!
¡Alto! ¡Pare las máquinas, patrón! ¡Tilín, tilín, tilín!
Y cuando probaba las válvulas de escape:
–¡Chis, chisss!
Tom continuaba encalando sin hacer caso del vapor. Ben
lo miró un instante y dijo:
–¡Je, je! Eres incorregible, ¿eh?
Ninguna respuesta. Tom contemplaba sus últimos toques
con mirada de artista; luego daba una pincelada suave y de
nuevo observaba los resultados. Ben se le acercó. A Tom se le
hacía la boca agua viendo la manzana, pero continuó como
si nada, atento a su trabajo. Ben dijo:
–¡Eh, socio! Te hacen trabajar ¿eh?
–¡Ah!, eres tú, Ben. No te había visto.
–Oye, me voy a nadar. ¿No te gustaría venir conmigo? Pero
claro, naturalmente, te gusta más trabajar; por supuesto.
Tom miró un instante al chico y dijo:
–¿A qué llamas tú trabajar?
– ¿Acaso eso no es trabajar?- Tom continuó con su tarea y contestó con indiferencia:
–Tal vez sí, tal vez no. Yo lo que sé es que esto le gusta a
Tom Sawyer.
–¡Ya, venga! ¿Pretendes hacerme creer que esto te gusta?
La brocha continuaba encalando.
–¿Que si me gusta? No veo por qué no me tendría que gustar.
¿Acaso crees que a uno le dejan pintar una valla todos los
días?
Aquello ya era otra cosa. Ben dejó de morder la manzana.
Tom siguió manejando la brocha con delicados movimientos;
de vez en cuando daba un paso atrás para ver el efecto y
añadía una pincelada aquí y otra allá para observar de nuevo
el resultado. Ben contemplaba todos sus movimientos cada
vez más interesado, cada vez más fascinado. Al cabo de un
rato dijo:
–Oye, Tom, déjame pintar un poco.
Tom se lo pensó; a punto estuvo de decir que sí, pero cambió
de idea.
–No, no, no puede ser, es imposible, Ben. La tía Polly está
muy preocupada por esta valla, ¿sabes? Se trata de la parte
que da a la calle, ¿comprendes? Si fuera la de atrás, a mí no
me importaría, y a ella tampoco. Es particularmente meticulosa
con esta valla, hay que encalarla muy bien y parece que
no hay un chico entre mil, quizá entre dos mil, que pueda hacerlo
como se tiene que hacer.
–¿De veras? Vamos, Tom. Déjame probar un poco, sólo un
poco… Si yo estuviera en tu lugar, te dejaría.
–Ben, ya me gustaría dejarte, te lo juro. Pero la tía Polly…
Mira, Jim quería hacerlo, pero ella no le ha dejado. Sid también
quería hacerlo, y ni siquiera a él le ha permitido hacerlo.
¿Comprendes que me pones en un compromiso? Si te dejo
encalar la valla y pasa cualquier cosa…
–¡Bah!, no te preocupes, lo haré con cuidado. ¡Anda, déjame
probar! Mira, te daré el corazón de mi manzana.
–Está bien, ¡venga! Pero no. Ahora, no. Tengo miedo…
–¡Te la daré toda!
Tom le entregó la brocha con desgana en su rostro, pero
con ansia en el corazón. Y mientras el viejo barco de vapor
Big Missouri trabajaba y sudaba al sol, el artista retirado se
sentaba a la sombra, encima de un tonel, con las piernas colgando
y la manzana en la boca, planeando el degüello de otros
inocentes. No escaseó el material: a cada instante llegaban
chicos; acudían a mofarse, pero se quedaban a encalar. Cuando
Ben se cansó, Tom ya había negociado la tanda siguiente
con Billy Fisher a cambio de una cometa en buen estado, y
cuando acabó Billy, Johnny Miller le sucedió a cambio de una
rata muerta y una cuerda para hacerla girar, y así hora tras
hora. Hacia media tarde, Tom, el mismo que por la mañana
estaba agobiado por la pobreza, había pasado a ser un chiquillo
que nadaba en la abundancia.
Además de las cosas que
ya he mencionado, tenía doce canicas, parte de un birimbao,
un culo de botella de vidrio azul para mirar a través de él, un
carrete de hilo, una llave que no abría nada, un trozo de tiza,
un tapón de botella, un soldado de plomo, un par de renacuajos,
seis cohetes, un gatito tuerto, el pomo de una puerta
de latón, un collar de perro sin perro, el mango de un cuchillo,
cuatro trozos de piel de naranja y una falleba rota.
Mientras tanto, había pasado un rato estupendo, con mucha
compañía y sin hacer nada; y la valla tenía ¡tres capas de
pintura! Si no se hubiera acabado la cal, habría arruinado a
todos los chicos del pueblo.
Tom consideró que, después de todo, el mundo no estaba
tan vacío. Sin darse cuenta, había descubierto uno de los
principios fundamentales de la conducta humana: que para
conseguir que un hombre o un chico desee algo, sólo hace
falta ponérselo difícil. Si hubiera sido un gran y sabio filósofo, como el escritor de este libro, habría comprendido que el trabajo consiste en cualquier cosa que una persona está
obligada a hacer, y que el juego consiste en cualquier cosa
que una persona no está obligada a hacer. Eso le habría ayudado
a comprender por qué hacer flores artificiales o empujar
un molino es trabajo, mientras que jugar a los bolos o
escalar el Mont Blanc no es más que una diversión. Hay en
Inglaterra caballeros poderosos que, en pleno verano, conducen
diligencias de cuatro caballos a lo largo de treinta millas
de trayecto sólo porque este privilegio les cuesta una
considerable cifra de dinero; pero si se les ofreciera un jornal
por dar este servicio, entonces se convertiría en un trabajo
que rechazarían. Tom reflexionó un momento sobre los
cambios que se habían operado en su mundo y luego se encaminó
a su cuartel general para dar cuenta de su actuación.
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Mark Tawin
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