jueves, 19 de octubre de 2017

MATILDA

Matilde es una niña extraordinaria. Siente una gran fascinación por el aprendizaje y especialmente por el placer que le produce la lectura. Además posee una gran inteligencia que varios adultos cercanos a ella descubren sin dificultad; pero no así sus padres que tratan a su formidable hija como a una "costra".
Aquí teneis el principio de este enternecedor libro lleno de humor que a la vez nos hace meditar un rato, ya seamos padres o hijos.

La lectora de libros
Ocurre una cosa graciosa con las madres y los padres. Aunque su hijo sea el ser más repugnante que uno pueda imaginarse, creen que es maravilloso. Algunos padres van aún más lejos. Su adoración llega a cegarlos y están convencidos de que su vástago tiene cualidades de genio. Bueno, no hay nada malo en ello. La gente es así. Solo cuando los padres empiezan a hablarnos de las maravillas de su descendencia es cuando gritamos: “¡Tráiganme una palangana! ¡Voy a vomitar!”. Los maestros lo pasan muy mal teniendo que escuchar estas tonterías de padres orgullosos, pero normalmente se desquitan cuando llega la hora de las notas finales de curso. Si yo fuera maestro, imaginaría comentarios genuinos para hijos de padres imbéciles. “Su hijo Maximilian —escribiría— es un auténtico desastre. Espero que tengan ustedes algún negocio familiar al que puedan orientarle cuando termine la escuela, porque es seguro, como hay infierno, que no encontrará trabajo en ningún sitio”. O si me sintiera inspirado ese día, podría escribir: “Los saltamontes, curiosamente, tienen los órganos auditivos a ambos lados del abdomen. Su hija Vanessa, a juzgar por lo que ha aprendido este curso, no tiene órganos auditivos”.
Podría, incluso, hurgar más profundamente en la historia natural y decir: “La cigarra pasa seis años bajo tierra como larva y, como mucho, seis días como animal libre a la luz del sol y al aire. Su hijo Wilfred ha pasado seis años como larva en esta escuela y aún estamos esperando que salga de la crisálida”. Una niña especialmente odiosa podría incitarme a decir: “Fiona tiene la misma belleza glacial que un iceberg, pero al contrario de lo que sucede con este, no tiene nada bajo la superficie”. Estoy seguro de que disfrutaría escribiendo los informes de fin de curso de las sabandijas de mi clase. Pero ya está bien de esto. Tenemos que seguir.

A veces se topa uno con padres que se comportan del modo opuesto. Padres que no demuestran el menor interés por sus hijos y que, naturalmente, son mucho peores que los que sienten un cariño delirante. El señor y la señora Wormwood eran de esos. Tenían un hijo llamado Michael y una hija llamada Matilda, a la que los padres consideraban poco más que como una costra. Una costra es algo que uno tiene que soportar hasta que llega el momento de arrancársela de un papirotazo y lanzarla lejos. El señor y la señora Wormwood esperaban con ansiedad el momento de quitarse de encima a su hijita y lanzarla lejos, preferentemente al pueblo próximo o, incluso, más lejos aún.

Ya es malo que haya padres que traten a los niños normales como costras y juanetes, pero es mucho peor cuando el niño en cuestión es extraordinario, y con esto me refiero a cuando es sensible y brillante. Matilda era ambas cosas, pero, sobre todo, brillante. Tenía una mente tan aguda y aprendía con tanta rapidez que su talento hubiera resultado claro para padres medianamente inteligentes. Pero el señor y la señora Wormwood eran tan lerdos y estaban tan ensimismados en sus egoístas ideas que no eran capaces de apreciar nada fuera de lo común en sus hijos. Para ser sincero, dudo que hubieran notado algo raro si su hija llegaba a casa con una pierna rota. Michael, el hermano de Matilda, era un niño de lo más normal, pero la hermana, como ya he dicho, llamaba la atención. Cuando tenía un año y medio hablaba perfectamente y su vocabulario era igual al de la mayor parte de los adultos. Los padres, en lugar de alabarla, la llamaban parlanchina y le reñían severamente, diciéndole que las niñas pequeñas debían ser vistas pero no oídas.
Al cumplir los tres años, Matilda ya había aprendido a leer sola, valiéndose de los periódicos y revistas que había en su casa. A los cuatro, leía de corrido y empezó, de forma natural, a desear tener libros. El único libro que había en aquel ilustrado hogar era uno titulado Cocina fácil, que pertenecía a su madre. Una vez que lo hubo leído de cabo a rabo y se aprendió de memoria todas las recetas, decidió que quería algo más interesante.
—Papá —dijo—, ¿no podrías comprarme algún libro?
—¿Un libro? —preguntó él—. ¿Para qué quieres un maldito libro?
—Para leer, papá.
—¿Qué demonios tiene de malo la televisión? ¡Hemos comprado un precioso televisor de doce pulgadas y ahora vienes pidiendo un libro! Te estás echando a perder, hija…
Entre semana, Matilda se quedaba en casa sola casi todas las tardes. Su hermano, cinco años mayor que ella, iba a la escuela. Su padre iba a trabajar y su madre se marchaba a jugar al bingo a un pueblo situado a ocho millas de allí. La señora Wormwood era una viciosa del bingo y jugaba cinco tardes a la semana. La tarde del día en que su padre se negó a comprarle un libro, Matilda salió sola y se dirigió a la biblioteca pública del pueblo. Al llegar, se presentó a la bibliotecaria, la señora Phelps. Le preguntó si podía sentarse un rato y leer un libro. La señora Phelps, algo sorprendida por la llegada de una niña tan pequeña sin que la acompañara ninguna persona mayor, le dio la bienvenida.
—¿Dónde están los libros infantiles, por favor? —preguntó Matilda.
—Están allí, en los estantes más bajos —dijo la señora Phelps—. ¿Quieres que te ayude a buscar uno bonito con muchos dibujos?
—No, gracias —dijo Matilda—. Creo que podré arreglármelas sola.
A partir de entonces, todas las tardes, en cuanto su madre se iba al bingo, Matilda se dirigía a la biblioteca. El trayecto le llevaba solo diez minutos y le quedaban dos hermosas horas, sentada tranquilamente en un rincón acogedor, devorando libro tras libro. Cuando hubo leído todos los libros infantiles que había allí, comenzó a buscar alguna otra cosa. La señora Phelps, que la había observado fascinada durante las dos últimas semanas, se levantó de su mesa y se acercó a ella.
—¿Puedo ayudarte, Matilda? —preguntó.
—No sé qué leer ahora —dijo Matilda—. Ya he leído todos los libros para niños.
—Querrás decir que has contemplado los dibujos, ¿no?
—Sí, pero también los he leído. La señora Phelps bajó la vista hacia Matilda desde su altura y Matilda le devolvió la mirada.
—Algunos me han parecido muy malos —dijo Matilda—, pero otros eran bonitos. El que más me ha gustado ha sido El jardín secreto. Es un libro lleno de misterio. El misterio de la habitación tras la puerta cerrada y el misterio del jardín tras el alto muro.
La señora Phelps estaba estupefacta.

—¿Cuántos años tienes exactamente, Matilda? —le preguntó.
—Cuatro años y tres meses.
La señora Phelps se sintió más estupefacta que nunca, pero tuvo la habilidad de no demostrarlo. —¿Qué clase de libro te gustaría leer ahora? —preguntó.
—Me gustaría uno bueno de verdad, de los que leen las personas mayores. Uno famoso. No sé ningún título.
La señora Phelps ojeó los estantes, tomándose su tiempo. No sabía muy bien qué escoger. ¿Cómo iba a escoger un libro famoso para adultos para una niña de cuatro años? Su primera idea fue darle alguna novela de amor de las que suelen leer las chicas de quince años, pero, por alguna razón, pasó de largo por aquella estantería.
—Prueba con este —dijo finalmente—. Es muy famoso y muy bueno. Si te resulta muy largo, dímelo y buscaré algo más corto y un poco menos complicado.
—Grandes esperanzas —leyó Matilda—. Por Charles Dickens. Me gustaría probar.
—Debo de estar loca —se dijo a sí misma la señora Phelps, pero a Matilda le comentó—: Claro que puedes probar.
 Durante las tardes que siguieron, la señora Phelps apenas quitó ojo a la niñita sentada hora tras hora en el gran sillón del fondo de la sala, con el libro en el regazo. Tenía que colocarlo así porque era demasiado pesado para sujetarlo con las manos, lo que significaba que debía sentarse inclinada hacia delante para poder leer. Resultaba insólito ver a aquella chiquilla de pelo oscuro, con los pies colgando, sin llegar al suelo, totalmente absorta en las maravillosas aventuras de Pip y la señorita Havisham y su casa llena de telarañas dentro del mágico hechizo que Dickens, el gran narrador, había sabido tejer con sus palabras.
 El único movimiento de la lectora era el de la mano cada vez que pasaba una página. La señora Phelps se apenaba cuando llegaba el momento de acercarse a ella y decirle: “Son las cinco menos diez, Matilda”. En el transcurso de la primera semana, la señora Phelps le preguntó:
—¿Viene tu madre todos los días para llevarte a casa?
—Mi madre va todas las tardes a Aylesbury a jugar al bingo —le respondió Matilda—. No sabe que vengo aquí.
—Pero eso no está bien —dijo la señora Phelps—. Creo que sería mejor que se lo contaras.
—Creo que no —contestó Matilda—. A ella no le gusta leer. Ni a mi padre.
—Pero ¿qué esperan que hagas todas las tardes en una casa vacía?
—Ir de un lado para otro y ver la tele.
—Ya.
—A ella no le importa nada lo que hago —dijo Matilda con un dejo de tristeza.
A la señora Phelps le preocupaba la seguridad de la niña cuando transitaba por la concurrida calle Mayor del pueblo y cruzaba la carretera, pero decidió no intervenir. Al cabo de una semana, Matilda terminó Grandes esperanzas, que, en aquella edición, tenía cuatrocientas once páginas.
—Me ha encantado —le dijo a la señora Phelps—. ¿Ha escrito otros libros el señor Dickens?
—Muchos otros —respondió la asombrada señora Phelps—. ¿Quieres que te elija otro? Durante los seis meses siguientes, y bajo la atenta y compasiva mirada de la señora Phelps, Matilda leyó los siguientes libros:
Nicolas Nickleby, de Charles Dickens.
 Oliver Twist, de Charles Dickens.
 Jane Eyre, de Charlotte Brontë.
 Orgullo y prejuicio, de Jane Austen.
 Teresa, la de los d’Urbervilles, de Thomas Hardy.
 Viaje a la Tierra, de Mary Webb.
 Kim, de Rudyard Kipling.
 El hombre invisible, de H. G. Wells.
 El viejo y el mar, de Ernest Hemingway.
 El ruido y la furia, de William Faulkner.
 Alegres compañeros, de J. B. Priestley.
 Las uvas de la ira, de John Steinbeck.
 Brighton Rock, de Graham Greene.
 Rebelión en la granja, de George Orwell.
Era una lista impresionante y, para entonces, la señora Phelps estaba maravillada y emocionada, pero probablemente hizo bien en no mostrar su entusiasmo. Cualquiera que hubiera sido testigo de los logros de aquella niña se hubiera sentido tentado de armar un escándalo y contarlo en el pueblo, pero no la señora Phelps. Se ocupaba solo de sus asuntos y hacía tiempo que había descubierto que rara vez valía la pena preocuparse por los hijos de otras personas.
—El señor Hemingway dice algunas cosas que no comprendo —dijo Matilda—. Especialmente sobre hombres y mujeres. Pero, a pesar de eso, me ha encantado. La forma como cuenta las cosas hace que me sienta como si estuviera observando todo lo que pasa.
—Un buen escritor siempre te hace sentir de esa forma —dijo la señora Phelps—. Y no te preocupes por las cosas que no entiendas. Deja que te envuelvan las palabras, como la música.
—Sí, sí.
 —¿Sabías —le preguntó la señora Phelps— que las bibliotecas públicas como esta te permiten llevar libros prestados a casa?
—No lo sabía —dijo Matilda—. ¿Podría hacerlo?
—Naturalmente —dijo la señora Phelps—. Cuando hayas elegido el libro que quieras, tráemelo para que yo tome nota y es tuyo durante dos semanas. Si lo deseas, puedes llevarte más de uno.
A partir de entonces, Matilda solo iba a la biblioteca una vez por semana, para sacar nuevos libros y devolver los anteriores. Convirtió su pequeño dormitorio en sala de lectura y allí se sentaba y leía la mayoría de las tardes, a menudo con una taza de chocolate caliente al lado. No era lo bastante alta para llegar a los trastos de la cocina, pero colocaba una caja que había en una dependencia exterior de la casa y se subía en ella para llegar a donde deseaba. La mayoría de las veces preparaba chocolate caliente, calentando la leche en un cazo en el fogón, antes de añadirle el chocolate. De vez en cuando preparaba Bovril y Ovaltina. Resultaba agradable llevarse una bebida caliente consigo y tenerla al lado mientras se pasaba las tardes leyendo en su tranquila habitación de la casa desierta. Los libros la transportaban a nuevos mundos y le mostraban personajes extraordinarios que vivían unas vidas excitantes. Navegó en tiempos pasados con Joseph Conrad. Fue a África con Ernest Hemingway y a la India con Rudyard Kipling. Viajó por todo el mundo, sin moverse de su pequeña habitación de aquel pueblecito inglés.


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