Matilde es una niña extraordinaria. Siente una gran fascinación por el aprendizaje y especialmente por el placer que le produce la lectura. Además posee una gran inteligencia que varios adultos cercanos a ella descubren sin dificultad; pero no así sus padres que tratan a su formidable hija como a una "costra".
Aquí teneis el principio de este enternecedor libro lleno de humor que a la vez nos hace meditar un rato, ya seamos padres o hijos.
La lectora de libros
Ocurre una cosa graciosa con las madres y los padres.
Aunque su hijo sea el ser más repugnante
que uno pueda imaginarse, creen que es maravilloso.
Algunos padres van aún más lejos.
Su adoración llega a cegarlos y están
convencidos de que su vástago
tiene cualidades de genio.
Bueno, no hay nada malo en
ello. La gente es así. Solo cuando
los padres empiezan a hablarnos de las maravillas
de su descendencia es cuando gritamos: “¡Tráiganme
una palangana! ¡Voy a vomitar!”.
Los maestros lo pasan muy mal teniendo que
escuchar estas tonterías de padres orgullosos, pero
normalmente se desquitan cuando llega la hora de
las notas finales de curso. Si yo fuera maestro, imaginaría comentarios genuinos para hijos de
padres imbéciles. “Su hijo Maximilian —escribiría—
es un auténtico desastre. Espero que tengan
ustedes algún negocio familiar al que puedan
orientarle cuando termine la escuela, porque es seguro,
como hay infierno, que no encontrará trabajo
en ningún sitio”.
O si me sintiera inspirado ese día, podría escribir:
“Los saltamontes, curiosamente, tienen los órganos
auditivos a ambos lados del abdomen. Su hija
Vanessa, a juzgar por lo que ha aprendido este curso,
no tiene órganos auditivos”.
Podría, incluso, hurgar más profundamente en
la historia natural y decir: “La cigarra pasa seis
años bajo tierra como larva y, como mucho, seis
días como animal libre a la luz del sol y al aire. Su
hijo Wilfred ha pasado seis años como larva en
esta escuela y aún estamos esperando que salga de
la crisálida”. Una niña especialmente odiosa podría
incitarme a decir: “Fiona tiene la misma belleza
glacial que un iceberg, pero al contrario de lo que
sucede con este, no tiene nada bajo la superficie”.
Estoy seguro de que disfrutaría escribiendo los informes
de fin de curso de las sabandijas de mi clase.
Pero ya está bien de esto. Tenemos que seguir.
A veces se topa uno con padres que se comportan
del modo opuesto. Padres que no demuestran
el menor interés por sus hijos y que, naturalmente,
son mucho peores que los que sienten un cariño delirante. El señor y la señora Wormwood eran
de esos. Tenían un hijo llamado Michael y una hija
llamada Matilda, a la que los padres consideraban
poco más que como una costra. Una costra es algo
que uno tiene que soportar hasta que llega el momento
de arrancársela de un papirotazo y lanzarla
lejos. El señor y la señora Wormwood esperaban
con ansiedad el momento de quitarse de encima a
su hijita y lanzarla lejos, preferentemente al pueblo
próximo o, incluso, más lejos aún.

Ya es malo que haya padres que traten a
los niños normales como costras y juanetes,
pero es mucho peor cuando el niño en
cuestión es extraordinario, y con esto me
refiero a cuando es sensible y brillante.
Matilda era ambas cosas, pero, sobre
todo, brillante. Tenía una mente tan
aguda y aprendía con tanta rapidez
que su talento hubiera resultado
claro para padres medianamente inteligentes. Pero el señor y la señora Wormwood
eran tan lerdos y estaban tan ensimismados en sus
egoístas ideas que no eran capaces de apreciar nada
fuera de lo común en sus hijos. Para ser sincero,
dudo que hubieran notado algo raro si su hija llegaba
a casa con una pierna rota.
Michael, el hermano de Matilda, era un niño de
lo más normal, pero la hermana, como ya he dicho,
llamaba la atención. Cuando tenía un año y
medio hablaba perfectamente y su vocabulario era
igual al de la mayor parte de los adultos. Los padres,
en lugar de alabarla, la llamaban parlanchina
y le reñían severamente, diciéndole que las niñas
pequeñas debían ser vistas pero no oídas.
Al cumplir los tres años, Matilda ya había
aprendido a leer sola, valiéndose de los periódicos
y revistas que había en su casa. A los cuatro, leía
de corrido y empezó, de forma natural, a desear
tener libros. El único libro que había en aquel ilustrado
hogar era uno titulado Cocina fácil, que pertenecía
a su madre. Una vez que lo hubo leído de
cabo a rabo y se aprendió de memoria todas las recetas,
decidió que quería algo más interesante.
—Papá —dijo—, ¿no podrías comprarme algún
libro?
—¿Un libro? —preguntó él—. ¿Para qué quieres
un maldito libro?
—Para leer, papá.
—¿Qué demonios tiene de malo la televisión?
¡Hemos comprado un precioso televisor de doce pulgadas y ahora vienes pidiendo un libro! Te estás
echando a perder, hija…
Entre semana, Matilda se quedaba en casa sola
casi todas las tardes. Su hermano, cinco años mayor
que ella, iba a la escuela. Su padre iba a trabajar
y su madre se marchaba a jugar al bingo a
un pueblo situado a ocho millas de allí. La señora
Wormwood era una viciosa del bingo y jugaba cinco
tardes a la semana. La tarde del día en que su
padre se negó a comprarle un libro, Matilda salió
sola y se dirigió a la biblioteca pública del pueblo.
Al llegar, se presentó a la bibliotecaria, la señora
Phelps. Le preguntó si podía sentarse un rato y
leer un libro. La señora Phelps, algo sorprendida
por la llegada de una niña tan pequeña sin que
la acompañara ninguna persona mayor, le dio la
bienvenida.
—¿Dónde están los libros infantiles, por favor?
—preguntó Matilda.
—Están allí, en los estantes más bajos —dijo la
señora Phelps—. ¿Quieres que te ayude a buscar
uno bonito con muchos dibujos?
—No, gracias —dijo Matilda—. Creo que podré
arreglármelas sola.
A partir de entonces, todas las tardes, en cuanto
su madre se iba al bingo, Matilda se dirigía a la biblioteca.
El trayecto le llevaba solo diez minutos y le
quedaban dos hermosas horas, sentada tranquilamente
en un rincón acogedor, devorando libro tras
libro. Cuando hubo leído todos los libros infantiles
que había allí, comenzó a buscar alguna otra cosa.
La señora Phelps, que la había observado fascinada
durante las dos últimas semanas, se levantó
de su mesa y se acercó a ella.
—¿Puedo ayudarte, Matilda? —preguntó.
—No sé qué leer ahora —dijo Matilda—. Ya he
leído todos los libros para niños.
—Querrás decir que has contemplado los dibujos,
¿no?
—Sí, pero también los he leído.
La señora Phelps bajó la vista hacia Matilda
desde su altura y Matilda le devolvió la mirada.
—Algunos me han parecido muy malos —dijo
Matilda—, pero otros eran bonitos. El que más me
ha gustado ha sido El jardín secreto. Es un libro lleno
de misterio. El misterio de la habitación tras la puerta
cerrada y el misterio del jardín tras el alto muro.
La señora Phelps estaba estupefacta.
—¿Cuántos años tienes exactamente, Matilda?
—le preguntó.
—Cuatro años y tres meses.
La señora Phelps se sintió más estupefacta
que nunca, pero tuvo la habilidad de no demostrarlo.
—¿Qué clase de libro te gustaría leer ahora?
—preguntó.
—Me gustaría uno bueno de verdad, de los que
leen las personas mayores. Uno famoso. No sé
ningún título.
La señora Phelps ojeó los estantes, tomándose
su tiempo. No sabía muy bien qué escoger. ¿Cómo
iba a escoger un libro famoso para adultos para
una niña de cuatro años? Su primera idea fue darle
alguna novela de amor de las que suelen leer
las chicas de quince años, pero, por alguna razón,
pasó de largo por aquella estantería.
—Prueba con este —dijo finalmente—. Es muy
famoso y muy bueno. Si te resulta muy largo, dímelo y buscaré algo más corto y un poco menos
complicado.
—Grandes esperanzas —leyó Matilda—. Por
Charles Dickens. Me gustaría probar.
—Debo de estar loca —se dijo a sí misma la señora Phelps, pero a Matilda le comentó—: Claro
que puedes probar.
Durante las tardes que siguieron, la señora
Phelps apenas quitó ojo a la niñita sentada hora
tras hora en el gran sillón del fondo de la sala, con
el libro en el regazo. Tenía que colocarlo así porque
era demasiado pesado para sujetarlo con las manos,
lo que significaba que debía sentarse inclinada hacia
delante para poder leer. Resultaba insólito ver a
aquella chiquilla de pelo oscuro, con los pies colgando,
sin llegar al suelo, totalmente absorta en las
maravillosas aventuras de Pip y la señorita Havisham
y su casa llena de telarañas dentro del mágico hechizo que Dickens, el gran narrador, había sabido
tejer con sus palabras.
El único movimiento de la
lectora era el de la mano cada vez que pasaba una
página. La señora Phelps se apenaba cuando llegaba
el momento de acercarse a ella y decirle: “Son las
cinco menos diez, Matilda”.
En el transcurso de la primera semana, la señora
Phelps le preguntó:
—¿Viene tu madre todos los días para llevarte
a casa?
—Mi madre va todas las tardes a Aylesbury a
jugar al bingo —le respondió Matilda—. No sabe
que vengo aquí.
—Pero eso no está bien —dijo la señora
Phelps—. Creo que sería mejor que se lo contaras.
—Creo que no —contestó Matilda—. A ella no
le gusta leer. Ni a mi padre.
—Pero ¿qué esperan que hagas todas las tardes
en una casa vacía?
—Ir de un lado para otro y ver la tele.
—Ya.
—A ella no le importa nada lo que hago —dijo
Matilda con un dejo de tristeza.
A la señora Phelps le preocupaba la seguridad
de la niña cuando transitaba por la concurrida calle
Mayor del pueblo y cruzaba la carretera, pero
decidió no intervenir.
Al cabo de una semana, Matilda terminó Grandes
esperanzas, que, en aquella edición, tenía cuatrocientas
once páginas.
—Me ha encantado —le dijo a la señora Phelps—.
¿Ha escrito otros libros el señor Dickens?
—Muchos otros —respondió la asombrada señora Phelps—. ¿Quieres que te elija otro?
Durante los seis meses siguientes, y bajo la atenta
y compasiva mirada de la señora Phelps, Matilda
leyó los siguientes libros:
Nicolas Nickleby, de Charles Dickens.
Oliver Twist, de Charles Dickens.
Jane Eyre, de Charlotte Brontë.
Orgullo y prejuicio, de Jane Austen.
Teresa, la de los d’Urbervilles, de Thomas Hardy.
Viaje a la Tierra, de Mary Webb.
Kim, de Rudyard Kipling.
El hombre invisible, de H. G. Wells.
El viejo y el mar, de Ernest Hemingway.
El ruido y la furia, de William Faulkner.
Alegres compañeros, de J. B. Priestley.
Las uvas de la ira, de John Steinbeck.
Brighton Rock, de Graham Greene.
Rebelión en la granja, de George Orwell.
Era una lista impresionante y, para entonces,
la señora Phelps estaba maravillada y emocionada,
pero probablemente hizo bien en no mostrar
su entusiasmo. Cualquiera que hubiera sido testigo
de los logros de aquella niña se hubiera sentido
tentado de armar un escándalo y contarlo en el pueblo, pero no la señora Phelps. Se ocupaba solo
de sus asuntos y hacía tiempo que había descubierto
que rara vez valía la pena preocuparse por
los hijos de otras personas.
—El señor Hemingway dice algunas cosas que
no comprendo —dijo Matilda—. Especialmente
sobre hombres y mujeres. Pero, a pesar de eso,
me ha encantado. La forma como cuenta las cosas
hace que me sienta como si estuviera observando
todo lo que pasa.
—Un buen escritor siempre te hace sentir de
esa forma —dijo la señora Phelps—. Y no te preocupes
por las cosas que no entiendas. Deja que te
envuelvan las palabras, como la música.
—Sí, sí.
—¿Sabías —le preguntó la señora Phelps— que
las bibliotecas públicas como esta te permiten llevar
libros prestados a casa?
—No lo sabía —dijo Matilda—. ¿Podría hacerlo?
—Naturalmente —dijo la señora Phelps—.
Cuando hayas elegido el libro que quieras, tráemelo
para que yo tome nota y es tuyo durante dos semanas.
Si lo deseas, puedes llevarte más de uno.
A partir de entonces, Matilda solo iba a la biblioteca
una vez por semana, para sacar nuevos
libros y devolver los anteriores. Convirtió su pequeño
dormitorio en sala de lectura y allí se sentaba
y leía la mayoría de las tardes, a menudo con
una taza de chocolate caliente al lado. No era lo
bastante alta para llegar a los trastos de la cocina,
pero colocaba una caja que había en una dependencia
exterior de la casa y se subía en ella
para llegar a donde deseaba. La mayoría de las
veces preparaba chocolate caliente, calentando
la leche en un cazo en el fogón, antes de añadirle
el chocolate. De vez en cuando preparaba Bovril
y Ovaltina. Resultaba agradable llevarse una
bebida caliente consigo y tenerla al lado mientras
se pasaba las tardes leyendo en su tranquila
habitación de la casa desierta. Los libros la transportaban
a nuevos mundos y le mostraban personajes
extraordinarios que vivían unas vidas excitantes.
Navegó en tiempos pasados con Joseph
Conrad. Fue a África con Ernest Hemingway y a
la India con Rudyard Kipling. Viajó por todo el
mundo, sin moverse de su pequeña habitación de
aquel pueblecito inglés.
