domingo, 23 de abril de 2017

EL ENANO SALTARÍN

Cuentan que en un tiempo muy lejano el rey decidió pasear por sus dominios, que incluían una pequeña aldea en la que vivía un molinero junto con su bella hija. Al interesarse el rey por ella, el molinero mintió para darse importancia: "Además de bonita, es capaz de convertir la paja en oro hilándola con una rueca." El rey, francamente contento con dicha cualidad de la muchacha, no lo dudó un instante y la llevó con él a palacio. 

Una vez en el castillo, el rey ordenó que condujesen a la hija del molinero a una habitación repleta de paja, donde había también una rueca: "Tienes hasta el alba para demostrarme que tu padre decía la verdad y convertir esta paja en oro. De lo contrario, serás desterrada."


La pobre niña lloró desconsolada, pero he aquí que apareció un estrafalario enano que le ofreció hilar la paja en oro a cambio de su collar. La hija del molinero le entregó la joya y... zis-zas, zis-zas, el enano hilaba la paja que se iba convirtiendo en oro en las canillas, hasta que no quedó ni una brizna de paja y la habitación refulgía por el oro.
Cuando el rey vio la proeza, guiado por la avaricia, espetó: "Veremos si puedes hacer lo mismo en esta habitación." Y le señaló una estancia más grande y más repleta de paja que la del día anterior. 

La muchacha estaba desesperada, pues creía imposible cumplir la tarea pero, como el día anterior, apareció el enano saltarín: "¿Qué me das si hilo la paja para convertirla en oro?" preguntó al hacerse visible. "Sólo tengo esta sortija." Dijo la doncella tendiéndole el anillo. "Empecemos pues," respondió el enano. Y zis-zas, zis-zas, toda la paja se convirtió en oro hilado. Pero la codicia del rey no tenía fin, y cuando comprobó que se habían cumplido sus órdenes, anunció: "Repetirás la hazaña una vez más, si lo consigues, te haré mi esposa." Pues pensaba que, a pesar de ser hija de un molinero, nunca encontraría mujer con dote mejor. Una noche más lloró la muchacha, y de nuevo apareció el grotesco enano: "¿Qué me darás a cambio de solucionar tu problema?" Preguntó, saltando, a la chica. "No tengo más joyas que ofrecerte," y pensando que esta vez estaba perdida, gimió desconsolada. "Bien, en ese caso, me darás tu primer hijo," demandó el enanillo. Aceptó la muchacha: "Quién sabe cómo irán las cosas en el futuro." - "Dijo para sus adentros." Y como ya había ocurrido antes, la paja se iba convirtiendo en oro a medida que el extraño ser la hilaba. Cuando el rey entró en la habitación, sus ojos brillaron más aún que el oro que estaba contemplando, y convocó a sus súbditos para la celebración de los esponsales.

Vivieron ambos felices y al cabo de una año, tuvieron un precioso retoño. La ahora reina había olvidado el incidente con la rueca, la paja, el oro y el enano, y por eso se asustó enormemente cuando una noche apareció el duende saltarín reclamando su recompensa. 

"Por favor, enano, por favor, ahora poseo riqueza, te daré todo lo que quieras." ¿Cómo puedes comparar el valor de una vida con algo material? Quiero a tu hijo," exigió el desaliñado enano. Pero tanto rogó y suplicó la mujer, que conmovió al enano: "Tienes tres días para averiguar cuál es mi nombre, si lo aciertas, dejaré que te quedes con el niño. Por más que pensó y se devanó los sesos, la molinerita  para buscar el nombre del enano, nunca acertaba la respuesta correcta.  Al segundo día, envió a sus exploradores a buscar nombres diferentes por todos los lugares de la comarca. Pero unos llegaban sin la preciada respuesta y otros ni siquiera volvían.

Al tercer día, decidió salir a pasear para ordenar sus ideas. Estaba desesperada y cansada, pues la noche anterior ni siquiera durmió pensando en las exigencias del extraño enano. 
Sin darse cuenta se internó en el bosque y repentinamente comenzó a escuchar una cancioncilla que salía de entre unas rocas medio sepultadas en el suelo:


"Hoy tomo vino,
y mañana cerveza,
después al niño sin falta traerán.
Nunca, se rompan o no la cabeza,
el nombre Rumpelstiltskin adivinarán!" 


Cuando volvió el enano la tercera noche, y preguntó su propio nombre a la reina, ésta le contestó: "¡Te llamas Rumpelstiltskin!"

"¡No puede ser!" gritó él, "¡no lo puedes saber! ¡Te lo ha dicho el diablo!" Y tanto y tan grande fue su enfado, que dio una patada en el suelo que le dejó la pierna enterrada hasta la mitad, y cuando intentó sacarla, el enano se partió por la mitad.
FIN

Hermanos Grimm

VIAJE AL CENTRO DE LA TIERRA


Capítulo XXX
 Al principio no vi nada. Acostumbrados mis ojos a la obscuridad, se cerraron bruscamente al recibir la luz. Cuando pude abrirlos de nuevo, me quedé más estupefacto que maravillado.
—¡El mar! —exclamé.
—Sí —respondió mi tío—, el mar de Lidenbrock. Y me vanaglorio al pensar que ningún navegante me disputará el honor de haberlo descubierto ni el derecho de darle mi nombre.
Una vasta extensión de agua, el principio de un lago o de un océano, se prolongaba más allá del horizonte visible. La orilla, sumamente escabrosa, ofrecía a las últimas ondulaciones de las olas que reventaban en ella, una arena fina, dorada, sembrada de esos pequeños caparazones donde vivieron los primeros seres de la creación. Las olas se rompían contra ella con ese murmullo sonoro peculiar de los grandes espacios cerrados, produciendo una espuma liviana que, arrastrada por un viento moderado, me salpicaba la cara. Sobre aquella playa ligeramente inclinada, a doscientos metros, aproximadamente de la orilla del agua, venían a morir los contrafuertes de enormes rocas que, ensanchándose, se elevaban a una altura tremenda. Algunos de estos peñascos, cortando la playa con sus agudas aristas, formando cabos y promontorios que las olas carcomían. Más lejos, se perfilaba con gran claridad su enorme mole sobre el fondo brumoso del horizonte. Era un verdadero océano, con el caprichoso contorno de sus playas terrestres, pero desierto y de un aspecto espantosamente salvaje. Mis miradas podían pasearse a lo lejos sobre aquel mar gracias a una claridad especial que iluminaba los menores detalles.  No era la luz del sol con sus haces brillantes y la espléndida irradiación de sus rayos ni la claridad vaga y pálida del astro de la noche, que es sólo una reflexión sin calor. No. El poder iluminador de aquella luz, su difusión temblorosa, su blancura clara y seca, la escasa elevación de su temperatura, su brillo superior en realidad al de la luna, acusaban evidentemente un origen puramente eléctrico. Era una especie de aurora boreal, un fenómeno cósmico continuo que alumbraba aquella caverna capaz de albergar en su interior un océano. La bóveda suspendida encima de mi cabeza, el cielo, si se quiere, parecía formado por grandes nubes, vapores movedizos que cambiaban continuamente de forma y que, por efecto de las condensaciones, deberían convertirse en determinados días, en lluvias torrenciales. Creía yo que, bajo una presión atmosférica tan grande, era imposible la evaporación del agua; pero, en virtud de alguna ley física que ignoraba, gruesas nubes cruzaban el aire. Esto no obstante, el tiempo era bueno.

Las corrientes eléctricas producían sorprendentes juegos de luz sobre las nubes más elevadas: se dibujaban vivas sombras en sus bóvedas inferiores, y, a menudo, entre dos masas separadas, se deslizaba hasta nosotros un rayo de luz de notable intensidad. Pero nada de aquello provenía del sol, puesto que su luz era fría. El efecto era triste y soberanamente melancólico. En vez de un cielo tachonado de estrellas, adivinaba por encima de aquellos nubarrones una bóveda de granito que me oprimía con su peso, y todo aquel espacio, por muy grande que fuese, no hubiera bastado para una revolución del menos ambicioso de todos los satélites. Entonces recordé aquella teoría de un capitán inglés que comparaba a la tierra con una vasta esfera hueca, en el interior de la cual el aire se mantenía luminoso por efecto de su presión, mientras dos astros, Plutón y Proserpina, describían en ella sus misteriosas órbitas. ¿Habría dicho la verdad? Estábamos realmente aprisionados en una enorme excavación, cuya anchura no podía saberse exactamente, toda vez que la playa se dilataba hasta perderse de vista, ni su longitud tampoco, pues la vista no tardaba en quedar detenida por la línea algo indecisa del horizonte. Por lo que respecta a su altura, debía ser de varias leguas. ¿Dónde se apoyaba esta bóveda sobre sus contrafuertes de granito? La vista no alcanzaba a verlo; pero había algunas nubes suspendidas en la atmósfera cuya elevación podía ser estimada en cuatro mil metros, altitud superior a la de los vapores terrestres y debida, sin duda, a la considerable densidad del aire. La palabra caverna evidentemente no expresa bien mi pensamiento para describir este inmenso espacio; pero los vocablos del lenguaje humano no son suficientes para los que se aventuran en los abismos del globo. No tenía, por otra parte, noticia de ningún hecho geológico que pudiera explicar la existencia de semejante excavación. ¿Habría podido producirla el enfriamiento de la masa terrestre? Conocía perfectamente, por los relatos de los viajeros, ciertas cavernas célebres: pero ninguna de ellas tenía semejantes dimensiones. Si bien es cierto que la gruta de Guachara, en Colombia, visitada por el señor de Humboldt, no había revelado el secreto de su profundidad al sabio que la reconoció en una longitud de 2.500 pies, no es verosímil que se extendiese mucho más allá. La inmensa caverna del Mammouth, en Kentucky, ofrecía proporciones gigantescas. Toda vez que su bóveda se elevaba 500 pies sobre un lago insondable, y que algunos viajeros la recorrieron en una extensión de más de diez leguas sin encontrarle el fin. Pero, ¿qué eran estas cavidades comparadas con la que entonces admiraban mis ojos, con su cielo de vapores, sus irradiaciones eléctricas y un vasto mar encerrado entre sus flancos? Mi imaginación se sentía anonadada ante aquella inmensidad. Yo contemplaba en silencio todas estas maravillas. Me faltaban las palabras para manifestar mis sensaciones. Creía hallarme transportado a algún planeta remoto, a Neptuno o Urano, por ejemplo, y que en él presenciaba fenómenos de los que mi naturaleza terrenal no tenía noción alguna. Mis nuevas sensaciones requerían palabras nuevas, y mi imaginación no me las suministraba. Lo contemplaba todo con muda admiración no exenta de cierto terror. Lo imprevisto de aquel espectáculo había devuelto a mi rostro su color saludable: me encontraba en vías de combatir mi enfermedad por medio del terror y de lograr mi curación por medio de esta nueva  terapéutica. Por otra parte, la viveza de aquel aire tan denso me reanimaba, suministrando más oxígeno a mis pulmones. Se comprenderá fácilmente que, después de un encarcelamiento de cuarenta y siete días en una estrecha galería, era un goce infinito el aspirar aquella brisa cargada de humedad  salina. No tuve, pues, motivo para arrepentirme de haber abandonado la obscuridad de mi gruta. Mi tío, acostumbrado ya a aquellas maravillas, no daba muestras de asombro.
—¿Sientes fuerzas para pasear un poco? —me preguntó.
—Sí. Por cierto —le respondí—, y nada me será tan agradable.
—Pues bien, cógete a mi brazo, y sigamos las sinuosidades de la orilla.
Acepté inmediatamente, y empezamos a costear aquel nuevo océano. A la izquierda, los peñascos abruptos, hacinados unos sobre otros, formaban una aglomeración titánica de prodigioso efecto. Por sus flancos se deslizaban innumerables cascadas; algunos ligeros vapores que saltaban de unas rocas en otras marcaban el lugar de los manantiales calientes, y los arroyos corrían silenciosos hacia el depósito común buscando en los declives la ocasión de murmurar más agradablemente. Entre estos arroyos reconocía nuestro fiel compañero de viaje, el Hans-Bach, que iba a perderse tranquilamente en el mar, como si desde el principio del mundo no hubiese hecho otra cosa.
—En adelante, nos veremos privados de su amable compañía —dije lanzando un suspiro.
—¡Bah! — respondió el profesor—. ¡Qué más da un arroyo que otro!
La respuesta me pareció un poco ingrata. Pero en aquel momento, solicitó mi atención un inesperado espectáculo. A unos quinientos pasos, a la vuelta de un alto promontorio, se presentó ante nuestros ojos una selva elevada, frondosa y espesa, formada de árboles de medianas dimensiones, que afectaban la forma de perfectos quitasoles, de bordes limpios y geométricos. Las corrientes atmosféricas no parecían ejercer efecto alguno sobre su follaje, y, en medio de las ráfagas de aire, permanecían inmóviles, como un bosque de cedros petrificados. Aceleramos el paso. No acertaba a dar nombre a aquellas singulares especies. ¿Por ventura no formaban parte de las 200.000 especies vegetales conocidas hasta entonces, y sería preciso asignarles un lugar especial entre la flora de las vegetaciones lacustres? No. Cuando nos cobijamos debajo de su sombra, mi sorpresa se trocó en admiración. En efecto, me hallaba en presencia de especies conocidas en la superficie de la tierra, pero vaciadas en un molde de dimensiones enormes. Mi tío les aplicó en seguida su verdadero nombre.

—Esto no es otra cosa —me dijo— que un bosque notabilísimo de hongos.
Y no se engañaba, en efecto. Imagínese cuál sería el monstruoso desarrollo adquirido por aquellas plantas tan ávidas de calor y de humedad. Yo sabía que el Lyco perdon giganteum alcanzaba, según Bulliard, ocho o nueve pies de circunferencia: pero aquéllos eran hongos blancos, de treinta a cuarenta pies de altura, con una copa de este mismo diámetro. Había millares de ellos, y, no pudiendo la luz atravesar su espesa contextura, reinaba debajo de sus cúpulas, yuxtapuestas cual los redondos techos de una ciudad africana, la obscuridad más completa. Quise, no obstante, penetrar más hacia dentro. Un frío mortal descendía de aquellas cavernosas bóvedas. Erramos por espacio de media hora entre aquellas húmedas tinieblas, y experimenté una sensación de verdadero placer cuando regresé de nuevo a las orillas del mar. Pero la vegetación de aquella comarca subterránea no era sólo de hongos. Más lejos se elevaban grupos de un gran número de otros árboles de descolorido follaje. Fácil era reconocerles, pues  se trataba de los humildes arbustos de la tierra dotados de fenomenales dimensiones licopodios de cien pies de elevación, sigilarias gigantescas, helechos arborescentes, del tamaño de los abetos de las altas latitudes, lepidodendrones de tallo cilíndrico bifurcado, que terminaban en largas hojas y erizados de pelos rudos como las monstruosas plantas grasientas.
—¡Maravilloso, magnífico, espléndido! —exclamó mi tío— He aquí toda la flora de la segunda época del mundo, del período de transición. He aquí estas humildes plantas que adornan nuestros jardines convertidas en árboles como en los primeros siglos del mundo. ¡Mira, Axel, y asómbrate! Jamás botánico alguno ha asistido a una fiesta semejante.
—Tiene usted razón, tío; la Providencia parece haber querido conservar en este invernadero inmenso estas plantas antediluvianas que la sagacidad de los sabios ha reconstruido con tan notable acierto.
—Dices bien, hijo mío, esto es un invernadero; pero es posible también que sea, al mismo tiempo, un parque zoológico.
—¡Un parque zoológico!
—Sin duda de ningún género. Mira ese polvo que pisan nuestros pies, esas osamentas esparcidas por el suelo.
—¡Osamentas! —exclamé—.
¡Sí, en efecto, osamentas de animales antediluvianos! Me apresuré a recoger aquellos despojos seculares, hechos de una substancia mineral indestructible (fosfato de cal), y apliqué sin vacilar sus nombres científicos a aquellos huesos gigantescos que parecían troncos de árboles secos.
—He aquí —dije— la mandíbula inferior de un mastodonte; he aquí los molares de un dineterio; he aquí un fémur que no puede haber pertenecido sino al mayor de estos animales: al megaterio. Sí, nos hallamos en un parque zoológico, porque estas osamentas no pueden haber sido transportadas hasta aquí por un cataclismo: los animales a los cuales pertenecen han vivido en las orillas de este mar subterráneo a la sombra de estas plantas arborescentes. Pero espere usted: allí veo esqueletos enteros. Y sin embargo...
—¿Sin embargo? —dijo mi tío. —No me explico la presencia de semejantes cuadrúpedos en esta caverna de granito.
—¿Por qué?
—Porque la vida animal no existió sobre la tierra sino en los períodos secundarios, cuando los aluviones formaron los terrenos sedimentarios, siendo reemplazadas por ellas las rocas incandescentes de la época primitiva.
—Pues bien, Axel, la respuesta a tu objeción no puede ser más sencilla: este terreno es un terreno sedimentario.
—¡Cómo! ¿A semejante profundidad bajo la superficie de la tierra?
—Sin duda de ningún género, y este hecho se explica geológicamente. En determinada época, la tierra sólo estaba formada por una corteza elástica, sometida a movimientos alternativos hacia arriba y hacia abajo, en virtud de las leyes de la atracción. Es probable que se produjesen ciertos hundimientos del suelo, y que una parte de los terrenos sedimentarios fuese arrastrada hasta el fondo de los abismos súbitamente abiertos.
—Así debe ser. Pero si en estas regiones subterráneas han vivido animales antediluvianos, ¿quién nos dice que algunos de estos monstruos no anden todavía errantes por estas selvas umbrosas o detrás de esas rocas escarpadas?
Al concebir esta idea, escudriñé, no sin cierto pavor, los diversos puntos del horizonte: pero ningún ser viviente descubrí en aquellas playas desiertas. Me encontraba un poco fatigado, y fui a sentarme entonces en la extremidad de un promontorio a cuyo pie las olas venían a estrellarse con estrépito.
Desde allí mi mirada abarcaba toda aquella bahía  formada por una escotadura de la costa. En su fondo existía un pequeño puerto natural, formado por rocas piramidales, cuyas tranquilas aguas dormían al abrigo del viento, y en el cual hubieran podido hallar seguro asilo un bergantín y dos o tres goletas. Hasta me parecía que iba a presenciar la salida de él de algún buque con todo el aparejo desplegado y que lo iba a ver navegar a un largo, empujado por la brisa del Sur. Aunque esta ilusión se disipó rápidamente. Nosotros éramos los únicos seres vivientes de aquel mundo subterráneo. En ciertos recalmones del viento, un silencio más profundo que el que reina en los desiertos descendía sobre las áridas rocas y pasaba sobre el océano. Entonces procuraba penetrar con mi mirada las apartadas brumas, desgarrar aquel telón corrido sobre el fondo del misterioso horizonte. ¡Cuántas preguntas acudían en tropel a mis labios! ¿Dónde terminaba aquel mar? ¿Dónde conducía? ¿Podríamos alguna vez reconocer las orillas opuestas? Mi tío, por su cuenta, no dudaba de ello. En cuanto a mí, lo temía y lo deseaba a la vez.
Después de contemplar por espacio de una hora aquel maravilloso espectáculo, emprendimos otra vez el camino de la playa para regresar a la gruta, y bajo la impresión de las más extrañas ideas, me dormí profundamente.
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Julio Verne

sábado, 22 de abril de 2017

TOM SAWYER

.......................................................................................................................................................     Pero la energía de Tom duró poco. Comenzó a pensar en todas las diversiones que había planeado para aquel día, y sus penas se multiplicaron. Pronto aparecerían los chicos en su día de asueto, camino de toda clase de maravillosas excursiones, y se reirían de él por tener que trabajar. De sólo pensarlo, le hervía la sangre. Sacó sus tesoros y los examinó: restos de juguetes, canicas y objetos diversos; quizá fueran suficientes para conseguir un intercambio de tareas, pero no lo bastante como para canjearlos por media hora de completa libertad. Volvió a colocar sus escasas pertenencias en el bolsillo y se quitó de la cabeza la idea de sobornar a los otros chicos. De pronto, una repentina inspiración vino a iluminar aquel momento de desesperanza y oscuridad. Ni más ni menos que una gran inspiración, una inspiración magnífica. Cogió la brocha y se puso a trabajar tranquilamente.

Instantes después apareció Ben Rogers, precisamente el chico cuyas burlas más temía Tom. Avanzaba a saltos, zancadas y botes, prueba de que tenía alegre el corazón y hermosas perspectivas. Iba comiendo una manzana y, de vez en cuando, lanzaba un prolongado y melodioso alarido, seguido de un grave «tilín, tilín, tilón, tilín, tilín, tilón», porque estaba imitando un barco de vapor. Al acercarse, aminoró la marcha, enfiló hacia el centro de la calle, se inclinó hacia estribor y dio vuelta a la esquina pesadamente y con gran solemnidad: estaba representando al Gran Misuri y consideraba que tenía nueve pies de calado. Era a la vez barco, capitán y campanas, con lo que tenía que imaginarse de pie, en el puente, dando órdenes y, al instante, en el lugar adecuado, ejecutándolas. –¡Alto ahí, maestro! ¡Tilín, tilín, tilín! La nave casi se había detenido y estaba atracando lentamente en la acera. –¡Marcha atrás! ¡Tilín, tilín, tilín!  Estiró los brazos y los puso rígidos a ambos lados del cuerpo. –¡Inclinen a estribor! ¡Tilín, tilín, tilín! ¡Chu, chu, chu! Y con el brazo derecho describía círculos majestuosos porque representaba una rueda de cuarenta pies. –¡Marcha atrás a babor! ¡Tilín, tilín, tilín! ¡Chu, chu, chu! El brazo derecho comenzó a describir círculos. –¡Alto a estribor! ¡Tilín, tilín, tilín! ¡Alto a babor! ¡Adelante a estribor! ¡Alto! ¡Giren lentamente! ¡Tilín, tilín, tilín! ¡Chu, chu, chu! ¡Preparen la amarra! ¿Eh, qué pasa ahí? ¿Cómo vamos por aquí? ¡Atadlo a ese palo! ¡Acercaos al muelle, ahora! ¡Alto! ¡Pare las máquinas, patrón! ¡Tilín, tilín, tilín! Y cuando probaba las válvulas de escape: –¡Chis, chisss! Tom continuaba encalando sin hacer caso del vapor. Ben lo miró un instante y dijo: –¡Je, je! Eres incorregible, ¿eh? Ninguna respuesta. Tom contemplaba sus últimos toques con mirada de artista; luego daba una pincelada suave y de nuevo observaba los resultados. Ben se le acercó. A Tom se le hacía la boca agua viendo la manzana, pero continuó como si nada, atento a su trabajo. Ben dijo:

 –¡Eh, socio! Te hacen trabajar ¿eh?
–¡Ah!, eres tú, Ben. No te había visto.
–Oye, me voy a nadar. ¿No te gustaría venir conmigo? Pero claro, naturalmente, te gusta más trabajar; por supuesto. Tom miró un instante al chico y dijo:
–¿A qué llamas tú trabajar?
– ¿Acaso eso no es trabajar?- Tom continuó con su tarea y contestó con indiferencia:
–Tal vez sí, tal vez no. Yo lo que sé es que esto le gusta a Tom Sawyer.
–¡Ya, venga! ¿Pretendes hacerme creer que esto te gusta?
La brocha continuaba encalando.
–¿Que si me gusta? No veo por qué no me tendría que gustar. ¿Acaso crees que a uno le dejan pintar una valla todos los días?
Aquello ya era otra cosa. Ben dejó de morder la manzana. Tom siguió manejando la brocha con delicados movimientos; de vez en cuando daba un paso atrás para ver el efecto y añadía una pincelada aquí y otra allá para observar de nuevo el resultado. Ben contemplaba todos sus movimientos cada vez más interesado, cada vez más fascinado. Al cabo de un rato dijo:
–Oye, Tom, déjame pintar un poco. Tom se lo pensó; a punto estuvo de decir que sí, pero cambió de idea.
–No, no, no puede ser, es imposible, Ben. La tía Polly está muy preocupada por esta valla, ¿sabes? Se trata de la parte que da a la calle, ¿comprendes? Si fuera la de atrás, a mí no me importaría, y a ella tampoco. Es particularmente meticulosa con esta valla, hay que encalarla muy bien y parece que no hay un chico entre mil, quizá entre dos mil, que pueda hacerlo como se tiene que hacer.
–¿De veras? Vamos, Tom. Déjame probar un poco, sólo un poco… Si yo estuviera en tu lugar, te dejaría.
–Ben, ya me gustaría dejarte, te lo juro. Pero la tía Polly… Mira, Jim quería hacerlo, pero ella no le ha dejado. Sid también quería hacerlo, y ni siquiera a él le ha permitido hacerlo. ¿Comprendes que me pones en un compromiso? Si te dejo encalar la valla y pasa cualquier cosa…
–¡Bah!, no te preocupes, lo haré con cuidado. ¡Anda, déjame probar! Mira, te daré el corazón de mi manzana.
–Está bien, ¡venga! Pero no. Ahora, no. Tengo miedo…
–¡Te la daré toda! Tom le entregó la brocha con desgana en su rostro, pero con ansia en el corazón. Y mientras el viejo barco de vapor Big Missouri trabajaba y sudaba al sol, el artista retirado se sentaba a la sombra, encima de un tonel, con las piernas colgando y la manzana en la boca, planeando el degüello de otros inocentes. No escaseó el material: a cada instante llegaban chicos; acudían a mofarse, pero se quedaban a encalar. Cuando Ben se cansó, Tom ya había negociado la tanda siguiente con Billy Fisher a cambio de una cometa en buen estado, y cuando acabó Billy, Johnny Miller le sucedió a cambio de una rata muerta y una cuerda para hacerla girar, y así hora tras hora. Hacia media tarde, Tom, el mismo que por la mañana estaba agobiado por la pobreza, había pasado a ser un chiquillo que nadaba en la abundancia.

 Además de las cosas que ya he mencionado, tenía doce canicas, parte de un birimbao, un culo de botella de vidrio azul para mirar a través de él, un carrete de hilo, una llave que no abría nada, un trozo de tiza, un tapón de botella, un soldado de plomo, un par de renacuajos, seis cohetes, un gatito tuerto, el pomo de una puerta de latón, un collar de perro sin perro, el mango de un cuchillo, cuatro trozos de piel de naranja y una falleba rota. Mientras tanto, había pasado un rato estupendo, con mucha compañía y sin hacer nada; y la valla tenía ¡tres capas de pintura! Si no se hubiera acabado la cal, habría arruinado a todos los chicos del pueblo. Tom consideró que, después de todo, el mundo no estaba tan vacío. Sin darse cuenta, había descubierto uno de los principios fundamentales de la conducta humana: que para conseguir que un hombre o un chico desee algo, sólo hace falta ponérselo difícil. Si hubiera sido un gran y sabio filósofo, como el escritor de este libro, habría comprendido que el trabajo consiste en cualquier cosa que una persona está obligada a hacer, y que el juego consiste en cualquier cosa que una persona no está obligada a hacer. Eso le habría ayudado a comprender por qué hacer flores artificiales o empujar un molino es trabajo, mientras que jugar a los bolos o escalar el Mont Blanc no es más que una diversión. Hay en Inglaterra caballeros poderosos que, en pleno verano, conducen diligencias de cuatro caballos a lo largo de treinta millas de trayecto sólo porque este privilegio les cuesta una considerable cifra de dinero; pero si se les ofreciera un jornal por dar este servicio, entonces se convertiría en un trabajo que rechazarían. Tom reflexionó un momento sobre los cambios que se habían operado en su mundo y luego se encaminó a su cuartel general para dar cuenta de su actuación.
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Mark Tawin

jueves, 20 de abril de 2017

ENTREVISTA A MATÍAS FERNÁNDEZ SALMERÓN

Nació en Almería pero afirma que se siente granadino de corazón porque se ha pasado la mayoría de su vida en Granada.

Ha ganado varios premios con sus libros en especial con el titulo EL RINCÓN DE LOS SUEÑOS.
Ese es uno de los tres títulos que este autor ha escrito. Superlola es su primer libro escrito para publico infantil.
PREGUNTAS
­­­­­-¿Alguien te inspiro para escribir este libro infantil?
R.- Me inspiró mi sobrina porque se empeñó en que escribiera uno infantil y le hice caso porque es muy importante para mí.
-¿Cuánto tardo en escribir este libro?
R.-Unos tres meses.
-¿Sobre qué trata el libro?
R.-Pues el libro trata de lola que es una niña de más o menos vuestra edad, que empieza en el colegio pero lola veía la vida de una manera fantástica y cuando llegó al colegio un niño mayor que ella se empezó a meter con ella pero lola afronta el problema con valor y lo supera. Al final lola vuelve a ser la niña soñadora de antes.
-¿Qué enseñanza aprendemos en este libro?
R.-Nos enseña que a pesar de los problemas debemos estar firmes asumirlos y pensar la mejor forma de solucionarlos.
FIN DE LA ENTREVISTA


                 TRABAJO HECHO POR CLARA 6-A   

miércoles, 19 de abril de 2017

ACTIVIDADES BIBLIOTECA P. DE LAS PALOMAS. SEMANA DEL LIBRO

Una biblioteca que costó tanto recuperar y ahora ,por fin de vuelta, nos da estos buenos frutos. ¡Saboreadlos!



Lunes, 17 de abril

17'30 h: Globos poéticos, con Tere


Martes, 18 de abril
17'30 h: Marcapáginas de Gloria Fuertes, con Alejandra.



Miércoles, 19 de abril
17'30 h: Taller de chapas,  con Miguel A.



Viernes, 21 de abril
12 h: “El legado de GloriaFuertes” por Improbésame
(Concertado con un centro escolar)




Miércoles, 26 de abril
12 h: Taller Ex-Libris, por Talleres Animados (Concertado con centro escolar)

sábado, 15 de abril de 2017

ROBINSON CRUSOE

R
obinson Crusoe era un joven al que le gustaba hacer viajes y correr aventuras. En uno de esos hubo una terrible tempestad y el barco encalló en un banco de arena. Los marineros pensaron que el barco se iba a hundir, lanzaron un pequeño bote al mar y saltaron a el para salvarse.

Cuando se acercaban a la playa una fuerte ola les volcó el bote y todos cayeron al agua, Robinson nadó a la playa y se dio cuenta de que el era el único que se había salvado. Caminó mucho y comprobó que había llegado a una isla deshabitada, al parecer. Al día siguiente vio que los restos del barco estaban cerca de la playa y fue a rescatar todos los objetos útiles que pudiera encontrar.
Robinson buscó un lugar para construir una casa, tiempo después encontró animales a los cuales los pudo domesticar, tuvo que fabricar sus propios muebles coser su ropa y recolectar fruta silvestre.
Poco a poco se acostumbró a su nueva vida, pero se sentía muy solo. Un día encontró un papagayo al cual le enseñó a hablar, así pasó mucho tiempo y cierto día descubrió una huella humana en la arena de la playa y poco después vio a varios hombres, pero huyeron cuando Robinson intentó acercarse a ellos.
Sólo uno se quedó, se hicieron amigos y Robinson lo llamó Viernes, porque fue ese día en que lo conoció. ¡Después de 25 años, Robinson tuvo con quien hablar! Robinson siguió allí tres años más, hasta que lo rescataron.

Relato original por William Defoe

viernes, 14 de abril de 2017

10 razones por las que debes llevar a tu hijo pequeño a la biblioteca pública.


En este artículo se explican los beneficios, que son muchos, de llevar a los niños a la biblioteca periódicamente.
Pincha en el enlace.
https://shar.es/1Qt7aq

ALADINO Y LA LÁMPARA MARAVILLOSA


Érase una vez una viuda que vivía con su hijo, Aladino. Un día, un misterioso extranjero ofreció al muchacho una moneda de plata a cambio de un pequeño favor y como eran muy pobres aceptó.

-¿Qué tengo que hacer? -preguntó.

-Sígueme - respondió el misterioso extranjero.

El extranjero y Aladino se alejaron de la aldea en dirección al bosque, donde éste último iba con frecuencia a jugar. Poco tiempo después se detuvieron delante de una estrecha entrada que conducía a una cueva que Aladino nunca antes había visto.

- ¡No recuerdo haber visto esta cueva! -exclamó el joven- ¿Siempre a estado ahí?

El extranjero sin responder a su pregunta, le dijo:

-Quiero que entres por esta abertura y me traigas mi vieja lámpara de aceite. Lo haría yo mismo si la entrada no fuera demasiado estrecha para mí.

-De acuerdo- dijo Aladino-, iré a buscarla.

-Algo más- agrego el extranjero-.

No toques nada más. ¿Me has entendido? Quiero únicamente que me traigas mi lámpara de aceite.

El tono de voz con que el extranjero le dijo esto último, alarmó a Aladino. Por un momento pensó huir, pero cambió de idea al recordar la moneda de plata y toda la comida que su madre podía comprar con ella.

-No se preocupe, le traeré su lampara, - dijo Aladino mientras se deslizaba por la estrecha abertura.

Una vez en el interior, Aladino vio una vieja lámpara de aceite que alumbraba débilmente la cueva. Cuál no sería su sorpresa al descubrir un recinto cubierto de monedas de oro y piedras preciosas.

"Si el extranjero solo quiere su vieja lámpara -pensó Aladino-, o está loco o es un brujo. Mmm, ¡tengo la impresión de que no esta loco! ¡Entonces es un ... !"

-¡La lámpara! ¡Tráemela inmediatamente!- grito el brujo impaciente.

-De acuerdo pero primero déjeme salir -repuso Aladino mientras comenzaba a deslizarse por la abertura.

¡No! ¡Primero dame la lámpara! -exigió el brujo cerrándole el paso

-¡No! Grito Aladino.

-¡Peor para ti! Exclamo el brujo empujándolo nuevamente dentro de la cueva. Pero al hacerlo perdió el anillo que llevaba en el dedo el cual rodó hasta los pies de Aladino.

En ese momento se oyó un fuerte ruido. Era el brujo que hacía rodar una roca para bloquear la entrada de la cueva.

Una oscuridad profunda invadió el lugar, Aladino tuvo miedo. ¿Se quedaría atrapado allí para siempre? Sin pensarlo, recogió el anillo y se lo puso en el dedo. Mientras pensaba en la forma de escaparse, distraídamente le daba vueltas y vueltas.

De repente, la cueva se lleno de una intensa luz rosada y un genio sonriente apareció.

-Soy el genio del anillo. ¿Que deseas mi señor? Aladino aturdido ante la aparición, solo acertó a balbucear:

-Quiero regresar a casa.

Instantáneamente Aladino se encontró en su casa con la vieja lámpara de aceite entre las manos.

Emocionado el joven narró a su madre lo sucedido y le entregó la lampara.

-Bueno no es una moneda de plata, pero voy a limpiarla y podremos usarla.

La estaba frotando, cuando de improviso otro genio aun más grande que el primero apareció.

-Soy el genio de la lámpara. ¿Qué deseas?
La madre de Aladino contemplando aquella extraña aparición no se atrevió a pronunciar una sola palabra.

Aladino sonriendo murmuró:

-¿Por qué no una deliciosa comida acompañada de un gran postre?

Inmediatamente, aparecieron delante de ellos fuentes llenas de exquisitos manjares.

Aladino y su madre comieron muy bien ese día y a partir de entonces, todos los días durante muchos años.

Aladino creció y se convirtió en un joven apuesto, y su madre no tuvo necesidad de trabajar para otros. Se contentaban con muy poco y el genio se encargaba de suplir todas sus necesidades.

Un día cuando Aladino se dirigía al mercado, vio a la hija del Sultán que se paseaba en su litera. Una sola mirada le bastó para quedar locamente enamorado de ella. Inmediatamente corrió a su casa para contárselo a su madre:

-¡Madre, este es el día más feliz de mi vida! Acabo de ver a la mujer con la que quiero casarme.

-Iré a ver al Sultán y le pediré para ti la mano de su hija Halima dijo ella.

Como era costumbre llevar un presente al Sultán, pidieron al genio un cofre de hermosas joyas.

Aunque muy impresionado por el presente el Sultán preguntó:

-¿Cómo puedo saber si tu hijo es lo suficientemente rico como para velar por el bienestar de mi hija? Dile a Aladino que, para demostrar su riqueza debe enviarme cuarenta caballos de pura sangre cargados con cuarenta cofres llenos de piedras preciosas y cuarenta guerreros para escoltarlos.

La madre desconsolada, regresó a casa con el mensaje. -¿Dónde podemos encontrar todo lo que exige el Sultán? -preguntó a su hijo.

Tal vez el genio de la lámpara pueda ayudarnos -contestó Aladino. Como de costumbre, el genio sonrió e inmediatamente obedeció las ordenes de Aladino.

Instantáneamente, aparecieron cuarenta briosos caballos cargados con cofres llenos de zafiros y esmeraldas. Esperando impacientes las ordenes de Aladino, cuarenta Jinetes ataviados con blancos turbantes y anchas cimitarras, montaban a caballo.

-¡Al palacio del Sultán!- ordenó Aladino.

El Sultán muy complacido con tan magnifico regalo, se dio cuenta de que el joven estaba determinado a obtener la mano de su hija. Poco tiempo después, Aladino y Halima se casaron y el joven hizo construir un hermoso palacio al lado de el del Sultán (con la ayuda del genio claro está).

El Sultán se sentía orgulloso de su yerno y Halima estaba muy enamorada de su esposo que era atento y generoso.

Pero la felicidad de la pareja fue interrumpida el día en que el malvado brujo regresó a la ciudad disfrazado de mercader.

-¡Cambio lámparas viejas por nuevas! -pregonaba. Las mujeres cambiaban felices sus lámparas viejas.

-¡Aquí! -llamó Halima-. Tome la mía también entregándole la lámpara del genio.

Aladino nunca había confiado a Halima el secreto de la lámpara y ahora era demasiado tarde.

El brujo froto la lámpara y dio una orden al genio. En una fracción de segundos, Halima y el palacio subieron muy alto por el aire y fueron llevados a la tierra lejana del brujo.

-¡Ahora serás mi mujer! -le dijo el brujo con una estruendosa carcajada. La pobre Halima, viéndose a la merced del brujo, lloraba amargamente.

Cuando Aladino regreso, vio que su palacio y todo lo que amaba habían desaparecido.

Entonces acordándose del anillo le dio tres vueltas. -Gran genio del anillo, ¿dime que sucedió con mi esposa y mi palacio? -preguntó.

-El brujo que te empujó al interior de la cueva hace algunos años regresó, mi amo, y se llevó con él tu palacio y esposa y la lámpara -respondió el genio.

Tráemelos de regreso inmediatamente -pidió Aladino.

-Lo siento, amo, mi poder no es suficiente para traerlos. Pero puedo llevarte hasta donde se encuentran. Poco después, Aladino se encontraba entre los muros del palacio del brujo. Atravesó silenciosamente las habitaciones hasta encontrar a Halima. Al verla la estrechó entre sus brazos mientras ella trataba de explicarle todo lo que le había sucedido.

-¡Shhh! No digas una palabra hasta que encontremos una forma de escapar -susurró Aladino. Juntos trazaron un plan. Halima debía encontrar la manera de dormir al brujo. El genio del anillo les proporcionó la sustancia que lo haría dormir durante días y olvidar toda su maldad.

Esa noche, Halima sirvió la cena, y el somnífero en una copa de vino que le ofreció al brujo.

Sin quitarle los ojos de encima, esperó a que se tomara hasta la última gota. Casi inmediatamente este se desplomó inerte.

Aladino entró presuroso a la habitación, tomó la lampara que se encontraba en el bolsillo del brujo y la froto con fuerza.

-¡Cómo me alegro de verte, mi buen Amo! -dijo sonriendo-.

¿Podemos regresar ahora?

-¡Al instante!- respondió Aladino y el palacio se elevo por el aire y floto suavemente hasta el reino del Sultán.

El Sultán y la madre de Aladino estaban felices de ver de nuevo a sus hijos. Una gran fiesta fue organizada a la cual fueron invitados todos los súbditos del reino para festejar el regreso de la joven pareja.


Aladino y Halima vivieron felices y sus sonrisas aún se pueden ver cada vez que alguien limpia una vieja lámpara de aceite.

FIN
Anónimo

viernes, 7 de abril de 2017

Poema inspirado en la poesía.


De ti cuatro flores nacieron,

junto a ti crecieron y

siempre en ti creyeron.

En el trascurrir de la vida

tu nos las iluminas.

Fuente de alegría

Tu sonrisa nos guía.

Beatriz 6ºA

lunes, 3 de abril de 2017

GULLIVER EN LILIPUT

Durante muchos días, el hermoso velero en el que viajaba Gulliver había navegado plácidamente hasta que, al aventurarse por las aguas de las Indias Orientales, una violentísima tempestad empezó a zarandear el barco como si fuera una cascara de nuez. Impresionantes olas barrían la cubierta y abatían los mástiles con sus velas. Al llegar la noche, una gigantesca ola levantó el barco por la parte de popa y lo lanzó de proa contra el hirviente remolino entre un espantoso crujir de maderas y los gritos de los hombres.
   -¡Sálvese quien pueda! - Gritó el capitán.
   No hubo ni tiempo de arrojar los botes al agua y cada uno trató de ponerse a salvo alejándose del barco que se hundía por momentos.
   Empujado por el viento, cegado por la espuma, Gulliver nadaba en medio de las tinieblas. Pasaba el tiempo y la fatiga hacía presa en él.
   "Mis fuerzas se agotan", pensaba; "no podré resistir mucho"
   De pronto, noto que su pie chocaba contra algo firme. Unas brazadas más y se encontró en una playa.
   - ¡Estoy salvado! - murmuró con sus últimas fuerzas, antes de dejarse caer sobre la arena. Al punto, se quedó profunda y plácidamente dormido.
   Él no podía saber que había llegado a Liliput, el país donde los hombres, los animales y las plantas eran diminutos. Por otra parte, no había tenido tiempo de ver nada ni a nadie. En cambio, los vigías de ese reino sí le vieron a él y corrieron a la ciudad para dar la voz de alarma.
   - ¡Ha llegado un gigante!
   Inmediatamente todas las gentes de Liliput se encaminaron hacia la playa, no sin temor. Llegaban despacito y, desde lejos curioseaban al grandullón.
   - Tenemos que impedir que nos ataque - dijo un leñador-. ¡Vayamos a por cuerdas para atarle!
   En medio de una frenética actividad, todos se dedicaron al acarreo de estacas y cuerdas. Luego rodearon a Gulliver y empezaron a clavar las estacas en la arena con gran habilidad. Seguidamente, treparon sobre su cuerpo y fueron realizando un trenzado de cuerdas habilidoso y práctico, sujetando las cuerdas en las estacas.
   El sol había empezado a calentar cuando un viejecito que se apoyaba en un diminuto bastón, toco sin querer la nariz del prisionero, que estornudó aparatosamente.
   ¡Que conmoción! Muchos hombres salieron despedidos, otros emprendieron la huida. Gulliver notó que delgadas cuerdas lo sujetaban y sintió algo que le pasaba sobre el pecho; dirigió la mirada hacia abajo y descubrió una diminuta criatura con arco y flecha en las manos y un carcaj a la espalda. No menos de otros cuarenta seres similares corrían por su cuerpo.
   En su prisa por huir, algunos rodaron y se hicieron numerosos coscorrones. Muertos de miedo, los liliputienses fueron a esconderse tras las rocas, los árboles o en las madrigueras.
   - ¿Qué es esto? - exclamó el náufrago-. ¿Quién me ha hecho prisionero?
   Sin más que un pequeño esfuerzo se incorporó, haciendo saltar las cuerdas. Y al observar de reojo el temor con que se le contemplaba, fue incapaz de contener la risa.



   Quizá porque le vieron reír y porque no se levantaba, los liliputienses avanzaron un poquito hacia el extraño visitante.
   - Acercaos, no soy ningún ogro - dijo Gulliver.
   Pero se dio cuenta de que no le entendían y fue probando con los muchos idiomas que conocía hasta acertar con el utilizado en Liliput.
   - Hola amigos...
   Los liliputienses vieron en estas dos palabras buena voluntad y se acercaron un poco más. Por otra parte, como jamás habían visto gigante alguno, tampoco querían perderse el acontecimiento.
   Pero el náufrago estaba hambriento y, con su mejor sonrisa, dijo:
   - Amigos, os agradecería que me trajerais algo de comer.
   Un poco por la sonrisa y otro poco porque les convenía conquistar su favor, los hombrecillos le aseguraron que iba a estar muy bien servido. Con gran presteza le presentaron una opípara comida. Cierto que los bueyes de Liliput eran como gorriones para el visitante y necesitó unos pocos para saciar su apetito. En cuanto a los barriles de vino, se le antojaban dedales e iba despachando cuantos le servían con la mayor facilidad.
   Mientras comía, los liliputienses se dedicaron a contarle su vida y milagros. Supo el viajero que estaban gobernados por Lilipín I, rey justo y bueno y que por aquellos días se hallaban en guerra con los enanos del país vecino. Esta situación les afligía mucho.
   - ¡Mirad! - Anunció un enano pelirrojo. Ahí llegan Sus Majestades.

   En efecto, los monarcas, rodeados de toda su corte, se acercaban deferentes, tras abandonar su lindo carruaje en el que llegaron, curiosamente arrastrado por seis ratones blancos.
   La reverencia con que Gulliver recibió a los soberanos agradó mucho al rey Lilipín y extasió a la reina Lilipina. Pronto el rey y el viajero entablaron una animada conversación.
   Descubrió Gulliver que el monarca era inteligente, pues le habló de las máquinas que usaban para cortar árboles y arrastrar la madera, y de otros ingenios muy interesantes. También Lilipín descubrió la valía del viajero.
   - Veo que posees una gran inteligencia, Gulliver, y espero que te agrade el favor que mis súbditos te dispensan. Todos deseamos que te encuentres en Liliput como en tu propia casa.
   - Estoy muy agradecido, Majestad - respondió Gulliver, inclinándose.
   - Ejem... Si alguien atacara tu casa la defenderías. ¿No es así?
   - Así es, Majestad, pero... no os comprendo...
   Entonces el soberano, con aire doliente, explicó al visitante el problema que le había caído encima a causa de su guerra con los habitantes del país vecino. Y como Gulliver se había ganado la de los liliputienses, replicó:
   -En este momento me considero en mi casa, señor; por lo tanto, voy a defenderla. ¿Dónde están los enemigos de Liliput, que desde ahora lo son míos?
   En ese momento, a galope de un caballo diminuto, se presentó un despavorido mensajero.
   -¡Majestad! - anunció, casi sin aliento-. ¡Sucede algo espantoso! La flota enemiga se está acercando a nuestra isla, dispuesta a atacarnos.
   El rey y Gulliver; seguidos de algunos cortesanos, subieron a un montecillo desde el que se divisaba el horizonte; sobre las olas pudieron descubrir  numerosos y diminutos barcos, muy bien pertrechados, rumbo a Liliput.
   - ¡No podremos hacerles frente! - se lamentaban los liliputienses.
   - ¡Acabarán con todos nosotros!
   Gulliver, sereno y arrogante, dijo:
   - Tranquilos, amigos; permitid que sea yo quien reciba a la flota. Os aseguro que van a conocer la derrota. Y ahora id a refugiaos en el bosque y dejadme solo.
   Ante el asombro general, le vieron entrar en el agua y, sin mas que alargar los brazos, fue apoderándose de los barcos enemigos con sus enormes manos. 

Enseguida empezó a recoger los barcos tirando de sus amarras. Cogió a algunos de los guerreros de dichos barcos y los distribuyó por sus ropas, como si fueran avellanas. Se llenó los bolsillos con ellos. Aterrados e inmóviles estaban. Regresó luego a la playa y fue colocando los barquitos en hilera. Bien dispuestos ya y plantado ante ellos, Gulliver exigió:
   - ¡Ríndanse si no quieren perecer!
   Naturalmente, más muertos que vivos, los enemigos de Liliput se rindieron como un solo hombre.
   Viendo tamaña maravilla, después de lo mucho que aquella guerra le había hecho sufrir, Lilipín I, con la voz rota de la emoción, gritó:
   - ¡Viva el gran héroe Gulliver!
   Las gentes, delirantes de entusiasmo, atronaron la playa con sus aclamaciones. Los más ancianos abrazaban a sus hijos, que ya no tendrían que enzarzarse en guerras, puesto que el enemigo estaba vencido. Los liliputienses lloraban y reían a un tiempo.
   Seguidamente, en medio de un gran ceremonial, el soberano nombró a Gulliver generalísimo de sus ejércitos.
   - Agradezco el honor, Majestad, pero creo que no vais a necesitar más generales. El enemigo está vencido y espero que vuestras guerras hayan terminado para siempre.
   - ¿Y que importan las guerras teniéndote a ti como aliado? - replicó el monarca, un tanto fanfarrón.
   - Sólo seré vuestro aliado si devolvéis la libertad a los prisioneros. Su rey os dará palabra de no volver a atacaros.
   Así sucedió y los dos monarcas firmaron una paz duradera y hasta intercambiaron regalos. Luego, el propio Gulliver puso los barquitos en el agua, con sus tripulaciones dentro y despidió la flota vencida agitando su mano.
   - es un poco raro el gigante - pensaba el rey Lilipín I, sin comprender del todo tanta generosidad.
   - ¡Qué gesto tan elegante! - dijo Lilipina con un largo suspiro, aludiendo a la generosidad del vencedor.
   Honrado, aclamado y querido, Gulliver pasó en Liliput varios años. El pueblo entero había colaborado en construirle una gran casa con todas las comodidades. Sin embargo, el viajero sentía nostalgia de su patria y de su familia. Por otra parte, comprendía que con él allí, las provisiones de los liliputienses corrían el peligro de acabarse, pues comía el solo tanto como el país entero.
   Un día le habló al monarca con toda sinceridad, manifestando su nostalgia.
   - ¡Oh, como siento que no quieras quedarte para siempre, Gulliver!
   La reina Lilipina, que era aguda, preguntó con una sonrisa:
   - ¿Te irás andando, Gulliver?
   - Sabéis que eso es imposible, señora. Pero algún día puede llegar un barco...
   Con frecuencia atisbaba el horizonte desde un montículo y cierto día apareció el ansiado barco no lejos de la costa y el viajero le hizo señales para que se aproximara.
   El velero se acercó a la playa y Gulliver se despidió de sus amigos.
   Los reyes y el pueblo entero le entregaron regalos, todos diminutos, pero muy apreciados por el viajero. Con verdadero afecto estuvieron en la playa, agitando sus manos, hasta que vieron la silueta graciosa del velero perderse en la lejana bruma.

                                                                       FIN

domingo, 2 de abril de 2017

DÍA DEL AUTISMO

Hoy, 2 de abril se celebra el día mundial del autismo. Nosotros, en el cole, realizamos unos actos el pasado viernes. Tras el recreo comenzó nuestra celebración.
El objetivo de la efeméride: acabar, aunque fuera simbólicamente, con los prejuicios acerca del autismo.
Los prejuicios, esa venda que nos impide la verdadera visión del mundo en el que vivimos. Y que ni siquiera somos conscientes, normalmente, de que la llevamos puesta.  Así es de perniciosa.
Pero los chavales, y los tutores, siguiendo las instrucciones de la seño Carolina se pusieron manos a la obra.
Ya veréis con que arte se hicieron presentes.
    Para ver con corrección nada mejor que unas buenas gafas, y si son azules mucho mejor. Sino que se lo pregunten a nuestros pitufillos.  La seño Patricia les sostiene la mirada. Sandro hace un reportaje gráfico, al estilo "periodista de sucesos". ¡Es lo que tienen los eventos importantes!

   ¡Trabajazo de los chavales! Varios metros de botellas de color azul. Cada una de ellas con su mensaje particular dedicado a sus compañeros autistas y al resto del mundo. Y aquí dejo constancia.

El objetivo siempre ha sido la portería. En este caso, derruir los mitos que nos dañan a todos

Comienzan los preparativos para la carrera. En el aire se respira el color azul y un equipo de ayudantes, debidamente señalizados aprovecha la calma chicha para concentrarse.

Preparados los más pequeños con sus globitos y todo. La maestra les arengó diciendo: "Prohibido caerse" Y todos, muy bien mandados, le hicieron caso. Eso es capacidad comunicativa.

                          Niños dinámicos en la línea de salida.

        Y para acabar la etapa, los veteranos de infantil. ¡Ojo a sus caras de atención! Todas las seños de Infantil tienen algo de magas.

                                Orden en el caos. La imagen habla por sí sola.

Comienza la Primaria. El maestro Francis, con sus dotes de liderazgo recuerda las instrucciones a los voluntarios, y da una consigna al grupo repetida durante la mañana: "No hay competición. Es una vuelta simbólica."  Nobles palabras.

                       Diversión y globos, como en las ferias.

              Se despliega un nuevo grupo. El procedimiento y la coordinación al máximo.

El equipo de autismo, (Carolina, Ana, Carmen y Marta) tuvo muy buena vista para su atuendo.

           Teacher Emilio, como disc-jokey en funciones, le pone entusiasmo a la animación. Un par de alumnos se protegen de los rayos solares bajo la sombrilla.

                        En este cole hay mucho atleta. De eso no cabe la menor duda.

              La cara oculta del colegio es testigo del tránsito de otro de los equipos.

Este grupo de alumnos y alumnas no está corriendo a por rebajas. Dedica su energía al deporte.  Son las nuevas generaciones, mucho mejor preparadas.

                              Infantiles y sextos rompiendo juntos la muralla.

  Derribada la barrera todo es júbilo. Los niños saben expresar la alegría mejor que nadie.

Como colofón, niños, maestros y globos en simbólica figura. ¿Que no se puede meter a un colegio entero en un lazo? ¡Míralo!